30 enero 2009

Desenfreno

Habían estado toda la noche coqueteando y ella le había lanzado miradas inequívocas de que esa noche quería guerra. Hans la llevaba observando varias horas y finalmente se había decidido a acercarse. De repente una canción les dio la entrada: “you can leave your hat on”. Estaba sonando más fuerte que ninguna (o al menos eso le pareció a él) y comprendió que era el momento de atacar. Se acercó a ella y le preguntó si quería una copa. El nombre le importaba poco. Un par de horas después, al cerrar el local, decidieron ir a casa de Hans a tomarse la última.

Sólo abrir la puerta, ella se le echó al cuello. Ese cuello incitaba tanto a morderlo que lo había estado deseando durante toda la noche. Hans le arrancó los botones de la blusa, se la quitó y la tumbó en la cama. Después buscó la canción que necesitaba entre sus CD’s y sin tardar a penas unos segundos el reproductor comenzó a sonar. Esa noche se sentía sensual, así que, bajo la atenta mirada de la chica, comenzó a desnudarse sin prisa, sacando todo su erotismo. Ella le miraba y cada vez sentía que estaba más excitada. Comenzó a morderse el labio. ¡Ya no aguantaba más! Quería poseerle a la voz de ya. Se abalanzó sobre él y comenzó a besarle y acariciarle todo el cuerpo. No quería dejar ningún rincón de ese hombre sin explorar. La parecía tan sensual que no podía más que dejarse llevar por todo el desenfreno que sentía. Hans la cogió bruscamente y la tiró de nuevo a la cama, pero esta vez estaba decidido a poseerla. Estaba disfrutando de aquel cuerpo como no lo había hecho nunca. La penetró y sintió su miembro a punto de explotar, pero no quería terminar ya. Sabía que había pasado bastante tiempo desde que habían comenzado, pero le hubiera gustado que aquellos momentos fueran eternos.. Salió de su cuerpo y empezó a recorrerlo con sus labios. Ella vibraba de placer con cada beso, con cada caricia, y él sentía que estaba a punto de tocar el cielo. No podía evitarlo, quería volver a poseerla y la penetró de nuevo. Ella comenzó a gritar, estaba a punto de llegar al orgasmo y Hans iba a llegar con ella. Finalmente los dos sintieron esa sensación que los egipcios comparaban con llegar a sus Dioses: el orgasmo. Éste fue tan fuerte para ambos que quedaron tumbados sin poder ni moverse. Había sido una noche inolvidable.

Al día siguiente Hans se levantó y ella ya no estaba. No sabía si había sido real pero si no era así, no quería saberlo.

23 enero 2009

Sólo sexo



Envuelta por la soledad de la noche disfrutaba del silencio y la falta de luz. Había esperado ese momento durante toda la semana, por fin dejaba de hacer todo lo que la gente quería y podía dedicar su tiempo a aquello que le apeteciera. Por un instante todo parecía distinto, con la música de fondo podía sentirse como en un mundo paralelo, alejada de todo aquello que durante la semana había conseguido angustiarla. Aquella tarde había plegado tempranito del trabajo y había decidido ir al gimnasio. Hacía tanto que no tenía tiempo para ella… Las obligaciones la perseguían día tras día sin que pudiera esquivarlas pero hoy había decidido simular que no existían.

Disfrutaba de la soledad como un niño disfruta de su primer helado del verano. Saboreando cada instante como si fuera a ser el último. Había apagado el teléfono móvil y había desconectado el teléfono fijo. Seguramente sus amigas la llamarían para salir, pero hoy no tenía ganas de estar con nadie. Sólo una persona pasaba por su mente… Ese hombre que ocupaba últimamente sus pensamientos y que no podía quitarse de la cabeza. No sabía porque, pero le atraía sobremanera. No era su carácter y realmente no se parecía físicamente a ninguno de los hombres con los que había estado a lo largo de su vida, pero le gustaba. Quizás era su mirada color miel o esas mejillas que parecían de niño travieso y que dejaban ver algunas de las pocas pecas que le quedaban de su niñez. Quizás era esa sonrisa que no aparecía a menudo pero que cuando lo hacía podía hacerte sentir como si nada más importara. Pero era una relación imposible. Un amor que no pretendía ser si no sexo, pero que no podía darse debido a situaciones que escapaban a su alcance. Daba lo mismo, ella no podía sacárselo de la mente. Se quedó medio dormida escuchando su último CD de Lacrimosa, un grupo suizo que cantaba en alemán. Una canción titulada “Allain zu zwei” llenaba la habitación de una atmósfera acogedora y romántica cuando de repente sonó el timbre. Decidió no abrir pero quien estaba detrás de la puerta insistía tanto que pensó que podía ser importante o urgente y decidió abrir. Se dirigió a la puerta y al abrir la puerta se encontró de frente con esos ojos color miel que había visto sólo unas horas antes. No comprendía como sabía donde vivía ni de dónde había sacado su dirección, pero eso no le importaba.

Las cosas sucedieron muy rápido y ella no podía dar crédito a lo que estaba viviendo. Él, sin casi mediar palabra, se acercó a ella y la besó. Por su cuerpo pasó un escalofrío que despertó aquellas mariposas que sentía cada vez que pensaba en él. No era amor, porque no le interesaba como pareja, pero si era una atracción irrefrenable que la llevó a arrancarle la camisa sin decir nada. Su pecho liso y su barriguilla denotaban que no era un hombre deportista pero que hacía algún esfuerzo por mantener ese cuerpecito que tenía de joven y eso a ella le gustaba. Él se abalanzó sobre ella y le quitó la bata que cubría su cuerpo descubriendo un conjunto de ropa interior tan pequeño que no dejaba casi nada a la imaginación. Ella fue desnudándole a medida que se acercaban a la habitación y él no dejaba de recorrer su cuerpo con besos apasionados. De repente, él la tiró a la cama y le arrancó la poca ropa que le quedaba. Ella se dejó amar como si fuera la primera vez pero con la experiencia de los años. Todo quedaba envuelto por aquella música melancólica y romántica que no había dejado de sonar en ningún momento. Entonces ella se levantó de la cama y lo tumbó a él, no podía creer lo que estaba haciendo pero se puso sobre él y le hizo el amor hasta que ambos llegaron al orgasmo.

De repente sonó el timbre. Todo había sido un sueño. No se molestó en ir a abrir la puerta y su visitante, con esos ojos color miel y las mejillas sonrojadas, no quiso insistir.

20 enero 2009

Amores sangrientos I

Allí estaba, con su sangre en las manos y los dos cuerpos tumbados en el sofá. No podía creer lo que acababa de ocurrir y mientras tanto las sirenas sonaban distantes pero cada vez más cercanas.

No sabía como había sucedido, pero recuerda, como si fuera hoy, el día en que ella entró en su habitación para enseñarle el nuevo vestido rojo que se había comprado por su cumpleaños. Estaba más bonita que nunca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la quería. No la quería como la había querido hasta entonces, sino que ahora la deseaba. Deseaba arrancarle ese vestido que no dejaba demasiado a la imaginación. La tela se arrapaba a sus curvas y se ceñía a sus pechos marcando unos senos redondos y firmes. Los zapatos de tacón de aguja que le había visto tantas veces ahora parecían distintos. Resaltaban sus gemelos y la hacían más elegante aún. Ese día cambió su vida.

Dos días después fue a su casa tras un largo día en la oficina pensando en ella y sin poder concentrarse. Ella le había invitado a cenar, como tantas otras veces desde que había decidido vivir solo. Esta vez la casa olía diferente y ella estaba distinta. La cara le brillaba y una enorme sonrisa inundaba sus labios. Tenía la cena hecha, había cocinado su plato favorito. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír así y él sabía que no era su persona el motivo de tanta alegría. Sabía lo que ocurría, pero no quería reconocerlo. Al día siguiente se presentó en su casa con un enorme ramo de flores y una caja de bombones. No iba a permitir que ella se alejara de él y pretendía volver a recuperar su entera atención. No soportaba la idea de que ella se acostara con otro hombre, aunque sabía que no podía evitarlo. Durante días la llenó de regalos y, aunque ella no comprendía el motivo, la mimó de una manera insana.

Pasaron los días y su obsesión se había hecho desesperante. No podía sacarse su imagen de la cabeza. Sólo tenía pensamientos para ella. Para ella y para el hombre que la estaba poseyendo día tras día sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Era consciente de su situación. Sabía bien que ella nunca le amaría de la misma forma en que él la amaba. No podía mirarla sin pensar en arrancarle todas las piezas de ropa, una a una. Desnudarla despacio y poseerla de tal manera que la noche se hiciera interminable. Pensaba en como le arrancaría los botones de aquella blusa negra ajustada que marcaba su figura de una manera muy sutil. Como con cuidado desabrocharía el sujetador sin que ella pudiera darse cuenta de cómo había sucedido. Le besaría todo el cuerpo, sin dejar un resquicio de su piel por donde no hubieran pasado sus labios. La amaría y la poseería como si fuera lo único que pudiera hacer en este mundo. Pero eso no era posible. Sabía que soñaba y sin embargo no podía dejar de hacerlo.

Pensó mil veces en contarle su situación y explicarle sus sentimientos, pero no se atrevía. Sabía que lo que él sentía no era correspondido y, aún peor, no era correcto. Estaba enamorado de la persona equivocada. Ella no podría ser nunca su pareja y él lo sabía. De repente, pensando en ello, le dio un repentino ataque de celos y golpeó el cristal de su ventana. Estaba sonando su canción, la misma canción que sonaba aquel día en su cuarto cuando ella entró con el vestido rojo: “The first en last always” de Sisters of Mercy. Para él, esa canción había tomado un significado especial pero para ella seguía siendo una canción más. Vio como su sangre corría por su mano y como los pequeños pedacitos de cristal se habían quedado incrustados en su piel. Quiso salir corriendo a curárselo, pero sus piernas se habían quedado inmóviles. Se dejó caer en el suelo y arrancó a llorar. No podría ser suya nunca y tenía que aceptarlo. Se levantó y fue al cuarto de baño. Allí se lavó la mano, se quitó los pequeños trocitos de cristal y pudo comprobar la gravedad de la herida. Viendo que el corte había sido profundo decidió ir al hospital. Sintió la tentación de llamarla a ella para que le acompañara pero no sabía que excusa podía darle para tal situación, así que prefirió ir solo e inventar algo convincente.

Esa misma noche fue a su casa de nuevo. Cuando ella vio su mano quiso saber que es lo que había pasado pero él no sabía que responder. Se había pasado horas intentando pensar una mentira creíble pero no se le había ocurrido nada, así que bajo la cabeza y dijo que no quería hablar de ello. Ella, con gran dulzura, le dedicó una sonrisa y no indagó más en el tema. Le preparó algo de cenar y le propuso que se quedara a dormir. Él no sabía que decir. Por una parte le apetecía quedarse pero por otra quería estar sólo. Después de una tierna charla en la mesa decidió quedarse a dormir. Al día siguiente se levantó temprano para salir sin molestar de la casa pero ella se le había adelantado y ya estaba en la cocina preparando el desayuno. Era la persona más atenta que conocía. Ella le había enseñado tantas cosas que él era incapaz de recordar todos los momentos en que ella le había sacado de algún apuro o le había dado una buena lección. Al final, y sin poder evitarlo, se quedó a desayunar. Luego se fue a casa, se cambió la camisa, que aún seguía manchada de sangre, y se encaminó hacia el trabajo.

Amores sangrientos II

Una vez en la oficina se puso a pensar en su situación. Aquello no podía continuar así: la amaba demasiado para dejarla escapar, pero ella nunca renunciaría al hombre que con tanto amor le correspondía. Pasó todo el día absorto, buscando una solución a su problema. No le había contado a nadie su situación, pero ¿a quien acudir si su mejor amiga se había convertido en su obsesión? En aquellos momentos de incertidumbre se arrepintió de no haber sido más sociable en la escuela, la facultad, el trabajo… Había sido tan cerrado durante toda su vida que a penas había podido conocer a gente y ahora se sentía más sólo que nunca.

Después del trabajo decidió pasar a verla. Suponía que estaría sola, pero no fue así. Abrió la puerta lentamente esperando encontrarla en la cocina, pero no fue así. Escuchó voces al final de la casa y se dirigió hacia ellas. Venían del salón y no le gustaba lo que estaba escuchando. Se acercó sigilosamente a la puerta de la cocina y cogió el bastón que él utilizaba para sus largas caminatas por la montaña en días calurosos de verano. Con mucho cuidado de no hacer ruido se acercó al salón y a medida que se aproximaba a la estancia podía oír las risas y los besos provenientes de aquella habitación. El sofá daba la espalda a la puerta, lo que le proporcionó una mayor invisibilidad pero aun sin ver lo que allí sucedía él ya lo sabía. Allí estaba ella, besando y amando a aquel hombre que le dio la vida. De repente se abalanzó hacía su padre y le propinó 2 golpes en la cabeza con el bastón, lo suficientemente contundentes como para dejarlo inconsciente mientras su madre chillaba a unos pocos palmos del cuerpo sin conocimiento de su marido. Él lo tenía decidido: si no era suya, no sería de nadie. Una vez vio el cuerpo inmóvil de su padre en el suelo decidió rematarlo. El bastón con el que le había pegado tenía la punta de metal que permitía mejor adherencia al suelo montañoso y pensaba utilizarlo. Sin pensárselo dos veces, arremetió contra aquel hombre inconsciente clavándole el bastón varias veces en el pecho.

Ella no paraba de chillar y pedir auxilio. El intentó silenciarla tapándole la boca pero ella le mordió. No entendía como su propio hijo podía hacerle aquello tan horrible. Ella corrió hasta el teléfono y consiguió darle con él, dejándole unos minutos tumbado en el suelo. Aprovechó para llamar a la policía, pero justo cuando estaba dando la dirección de la casa, aún sin dar el motivo de su llamada él se despertó y le arrancó el teléfono de las manos atestándole un buen golpe en la cabeza. Su cabeza empezó a sangrar debido a la herida provocada por el golpe y al ver la sangre, ella, comenzó a chillar de nuevo, con la esperanza de que alguien acudiera en su ayuda. Él ya no sabía que hacer. Intentaba que ella entrara en razón y callara. Cuando se calmara se lo explicaría todo pero ella no quería entender, sólo chillaba y chillaba. No tuvo más remedio que coger el cojín y taparle la cara para que dejara de chillar. Lo haría sólo hasta dejarla inconsciente, no quería matar al amor de su vida. Su musa, su amada. Pasaron los segundos muy lentos hasta que ella dejó de agitar brazos y piernas, pero una vez lo hizo él paró. Entonces se dio cuenta de que ya era demasiado tarde, la había matado a ella también.

Allí se encontraba de repente, con las manos llenas de sangre y el cadáver de sus padres tumbados en el sofá. Se sentó a esperar a la policía. Sabía que tenía que pagar por lo que había hecho, pues no se sentía orgulloso de cómo había solucionado el problema, pero a la vez se sintió aliviado: él nunca podría poseerla, pero tampoco lo haría.