20 enero 2009

Amores sangrientos I

Allí estaba, con su sangre en las manos y los dos cuerpos tumbados en el sofá. No podía creer lo que acababa de ocurrir y mientras tanto las sirenas sonaban distantes pero cada vez más cercanas.

No sabía como había sucedido, pero recuerda, como si fuera hoy, el día en que ella entró en su habitación para enseñarle el nuevo vestido rojo que se había comprado por su cumpleaños. Estaba más bonita que nunca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la quería. No la quería como la había querido hasta entonces, sino que ahora la deseaba. Deseaba arrancarle ese vestido que no dejaba demasiado a la imaginación. La tela se arrapaba a sus curvas y se ceñía a sus pechos marcando unos senos redondos y firmes. Los zapatos de tacón de aguja que le había visto tantas veces ahora parecían distintos. Resaltaban sus gemelos y la hacían más elegante aún. Ese día cambió su vida.

Dos días después fue a su casa tras un largo día en la oficina pensando en ella y sin poder concentrarse. Ella le había invitado a cenar, como tantas otras veces desde que había decidido vivir solo. Esta vez la casa olía diferente y ella estaba distinta. La cara le brillaba y una enorme sonrisa inundaba sus labios. Tenía la cena hecha, había cocinado su plato favorito. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír así y él sabía que no era su persona el motivo de tanta alegría. Sabía lo que ocurría, pero no quería reconocerlo. Al día siguiente se presentó en su casa con un enorme ramo de flores y una caja de bombones. No iba a permitir que ella se alejara de él y pretendía volver a recuperar su entera atención. No soportaba la idea de que ella se acostara con otro hombre, aunque sabía que no podía evitarlo. Durante días la llenó de regalos y, aunque ella no comprendía el motivo, la mimó de una manera insana.

Pasaron los días y su obsesión se había hecho desesperante. No podía sacarse su imagen de la cabeza. Sólo tenía pensamientos para ella. Para ella y para el hombre que la estaba poseyendo día tras día sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Era consciente de su situación. Sabía bien que ella nunca le amaría de la misma forma en que él la amaba. No podía mirarla sin pensar en arrancarle todas las piezas de ropa, una a una. Desnudarla despacio y poseerla de tal manera que la noche se hiciera interminable. Pensaba en como le arrancaría los botones de aquella blusa negra ajustada que marcaba su figura de una manera muy sutil. Como con cuidado desabrocharía el sujetador sin que ella pudiera darse cuenta de cómo había sucedido. Le besaría todo el cuerpo, sin dejar un resquicio de su piel por donde no hubieran pasado sus labios. La amaría y la poseería como si fuera lo único que pudiera hacer en este mundo. Pero eso no era posible. Sabía que soñaba y sin embargo no podía dejar de hacerlo.

Pensó mil veces en contarle su situación y explicarle sus sentimientos, pero no se atrevía. Sabía que lo que él sentía no era correspondido y, aún peor, no era correcto. Estaba enamorado de la persona equivocada. Ella no podría ser nunca su pareja y él lo sabía. De repente, pensando en ello, le dio un repentino ataque de celos y golpeó el cristal de su ventana. Estaba sonando su canción, la misma canción que sonaba aquel día en su cuarto cuando ella entró con el vestido rojo: “The first en last always” de Sisters of Mercy. Para él, esa canción había tomado un significado especial pero para ella seguía siendo una canción más. Vio como su sangre corría por su mano y como los pequeños pedacitos de cristal se habían quedado incrustados en su piel. Quiso salir corriendo a curárselo, pero sus piernas se habían quedado inmóviles. Se dejó caer en el suelo y arrancó a llorar. No podría ser suya nunca y tenía que aceptarlo. Se levantó y fue al cuarto de baño. Allí se lavó la mano, se quitó los pequeños trocitos de cristal y pudo comprobar la gravedad de la herida. Viendo que el corte había sido profundo decidió ir al hospital. Sintió la tentación de llamarla a ella para que le acompañara pero no sabía que excusa podía darle para tal situación, así que prefirió ir solo e inventar algo convincente.

Esa misma noche fue a su casa de nuevo. Cuando ella vio su mano quiso saber que es lo que había pasado pero él no sabía que responder. Se había pasado horas intentando pensar una mentira creíble pero no se le había ocurrido nada, así que bajo la cabeza y dijo que no quería hablar de ello. Ella, con gran dulzura, le dedicó una sonrisa y no indagó más en el tema. Le preparó algo de cenar y le propuso que se quedara a dormir. Él no sabía que decir. Por una parte le apetecía quedarse pero por otra quería estar sólo. Después de una tierna charla en la mesa decidió quedarse a dormir. Al día siguiente se levantó temprano para salir sin molestar de la casa pero ella se le había adelantado y ya estaba en la cocina preparando el desayuno. Era la persona más atenta que conocía. Ella le había enseñado tantas cosas que él era incapaz de recordar todos los momentos en que ella le había sacado de algún apuro o le había dado una buena lección. Al final, y sin poder evitarlo, se quedó a desayunar. Luego se fue a casa, se cambió la camisa, que aún seguía manchada de sangre, y se encaminó hacia el trabajo.

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