20 enero 2009

Amores sangrientos II

Una vez en la oficina se puso a pensar en su situación. Aquello no podía continuar así: la amaba demasiado para dejarla escapar, pero ella nunca renunciaría al hombre que con tanto amor le correspondía. Pasó todo el día absorto, buscando una solución a su problema. No le había contado a nadie su situación, pero ¿a quien acudir si su mejor amiga se había convertido en su obsesión? En aquellos momentos de incertidumbre se arrepintió de no haber sido más sociable en la escuela, la facultad, el trabajo… Había sido tan cerrado durante toda su vida que a penas había podido conocer a gente y ahora se sentía más sólo que nunca.

Después del trabajo decidió pasar a verla. Suponía que estaría sola, pero no fue así. Abrió la puerta lentamente esperando encontrarla en la cocina, pero no fue así. Escuchó voces al final de la casa y se dirigió hacia ellas. Venían del salón y no le gustaba lo que estaba escuchando. Se acercó sigilosamente a la puerta de la cocina y cogió el bastón que él utilizaba para sus largas caminatas por la montaña en días calurosos de verano. Con mucho cuidado de no hacer ruido se acercó al salón y a medida que se aproximaba a la estancia podía oír las risas y los besos provenientes de aquella habitación. El sofá daba la espalda a la puerta, lo que le proporcionó una mayor invisibilidad pero aun sin ver lo que allí sucedía él ya lo sabía. Allí estaba ella, besando y amando a aquel hombre que le dio la vida. De repente se abalanzó hacía su padre y le propinó 2 golpes en la cabeza con el bastón, lo suficientemente contundentes como para dejarlo inconsciente mientras su madre chillaba a unos pocos palmos del cuerpo sin conocimiento de su marido. Él lo tenía decidido: si no era suya, no sería de nadie. Una vez vio el cuerpo inmóvil de su padre en el suelo decidió rematarlo. El bastón con el que le había pegado tenía la punta de metal que permitía mejor adherencia al suelo montañoso y pensaba utilizarlo. Sin pensárselo dos veces, arremetió contra aquel hombre inconsciente clavándole el bastón varias veces en el pecho.

Ella no paraba de chillar y pedir auxilio. El intentó silenciarla tapándole la boca pero ella le mordió. No entendía como su propio hijo podía hacerle aquello tan horrible. Ella corrió hasta el teléfono y consiguió darle con él, dejándole unos minutos tumbado en el suelo. Aprovechó para llamar a la policía, pero justo cuando estaba dando la dirección de la casa, aún sin dar el motivo de su llamada él se despertó y le arrancó el teléfono de las manos atestándole un buen golpe en la cabeza. Su cabeza empezó a sangrar debido a la herida provocada por el golpe y al ver la sangre, ella, comenzó a chillar de nuevo, con la esperanza de que alguien acudiera en su ayuda. Él ya no sabía que hacer. Intentaba que ella entrara en razón y callara. Cuando se calmara se lo explicaría todo pero ella no quería entender, sólo chillaba y chillaba. No tuvo más remedio que coger el cojín y taparle la cara para que dejara de chillar. Lo haría sólo hasta dejarla inconsciente, no quería matar al amor de su vida. Su musa, su amada. Pasaron los segundos muy lentos hasta que ella dejó de agitar brazos y piernas, pero una vez lo hizo él paró. Entonces se dio cuenta de que ya era demasiado tarde, la había matado a ella también.

Allí se encontraba de repente, con las manos llenas de sangre y el cadáver de sus padres tumbados en el sofá. Se sentó a esperar a la policía. Sabía que tenía que pagar por lo que había hecho, pues no se sentía orgulloso de cómo había solucionado el problema, pero a la vez se sintió aliviado: él nunca podría poseerla, pero tampoco lo haría.

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